Aaron Huerta Fernández
16 Jun
16Jun

El visaje del futuro de todos parece encontrarse definido – con ánimos de mencionar acorralado – por una creciente deriva de ideas y movimientos que, bajo conceptos simulados de justicia, bienestar, reivindicación y cambio, erosionan los valores fundamentales que son compartidos en su gran mayoría por las sociedades delimitadas por países en el mundo, son tergiversados para atender a un clamor que se cree, es popular. No con ello está bien racionalizar esa utopía sobre que llegará un líder inherente a la vocación de servicio, incluso, este planteamiento desconocedor de su propia ingenuidad es el que ha atraído a líderes promotores de agendas egoístas, así como de la institucionalización de la anti-política y violencia gubernamental, despojando así a los ciudadanos de sus capacidades de actuar en comunidad, y por consecuencia, del discernimiento de un político y un populista.


Las nuevas generaciones, especialmente aquellas nacidas en las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del nuevo milenio, se han visto profundamente afectadas e influenciadas por esta situación, se han levantado en contextos sumamente represivos, para encontrarse en una suerte de profunda abundancia y, ante el miedo del detrimento de sus libertades o de sus familiares, han recaído en la pérdida de confianza de sus instituciones, la aceptación de democracias ilusorias y vulnerables a discursos que prometen soluciones rápidas y cambios radicales (e inexistentes). Sin embargo, lo que se presenta como un camino hacia la justicia, se revela un instrumento de manipulación que utiliza el sensacionalismo para generar división y vencer sobre los valores que se han levantado a través de los años por el trabajo duro, la familia y el espíritu. 


El uso pseudo activista de las redes sociales (o la dependencia de estas) es una de las manifestaciones más claras del problema, sobre todo, en la parte de la sociedad resaltada. Lo que en efecto es un desarrollo de un medio de comunicación que, funge un pilar fundamental como expresión en cualquier país libre, se ha convertido en un escenario de confrontación que trasciende fronteras, donde el objetivo no es tanto una evolución social genuina como la autopromoción y búsqueda del poder. Con ello, se ha menoscabado la oportunidad de trabajar juntos en la construcción de una sociedad más justa y amante de la paz, reemplazando la auténtica solidaridad por gestos vacíos que buscan aplausos y validaciones instantáneas, casi fugaces. Se llega al punto en que las causas sociales como la reafirmación de derechos de grupos, el cuidado de nuestro mundo, la atención a situaciones realmente importantes y emergentes como los conflictos internacionales donde se van cobrando una vida tras otra, se ha instrumentalizado para satisfacer el deseo de protagonismo de individuos que no están realmente comprometidos con el bien común, siendo esto antiético a la verdadera idea de justicia.


Continuamente se nos repite que somos sociales por naturaleza, y que nuestra capacidad de prosperar está intrínsecamente ligada a nuestra pertenencia a una comunidad, a nuestra disposición de colaborar y la habilidad de trascender sobre nuestros propios intereses, sin embargo, dicha agenda universal no contrasta que el desarrollo innegablemente necesita que la Comunidad nos proporcione las oportunidades para desarrollarnos en ella de manera individual, y por consecuencia, esta avanzará. La mencionada verdad se ha visto distorsionada por un discurso que, bajo la bandera de un falso patriotismo, hace que nos veamos como contrincantes a quienes – al final somos todos – buscamos el desarrollo individual en la comunidad que nos sentimos pertenecientes y afines a ella. Esta pérdida del sentido real de lo ‘social’, es una de las victorias más grandes que han obtenido los movimientos y líderes sensacionalistas y populistas actuales, han convertido el servicio de la política en una herramienta de control y posicionamiento, en vez de la búsqueda de la realización plena del ser humano como individuo – por más que resulte obvio, hay que mencionarlo –.


Los Gobiernos, los cuales en teoría deberían ser facilitadores de la vida de los ciudadanos, han sido empleados como instrumentos de imposición por sus líderes, lo que agrava aún más esta ‘deshumanización’, extrapolando este fin fundamental en el detrimento de los derechos de sus ciudadanos, promoviendo un escenario combativo entre quien se beneficia de este menoscabo de sus derechos y a quien se enervan estos justificándose en un bien común, disimulando una falta de capacidad de satisfacer necesidades y violencia estatal. En lugar de fomentar la solidaridad y la cooperación, la imposición estatal genera una dependencia que socava la autonomía personal y la capacidad de las personas para actuar en comunidad. Este tipo de intervención no es solidaridad, es coerción, y está profundamente en desacuerdo con la idea de que los seres humanos pueden y deben actuar libremente en pro del bienestar común. En este contexto, las nuevas generaciones, lejos de desarrollar una conciencia solidaria, son arrastradas hacia una mentalidad que glorifica la pasividad y la conformidad, lo que contribuye aún más a la fragmentación social y la pérdida de humanidad. Sin embargo, no todo está perdido. A pesar de este panorama desesperanzador, todavía es posible recuperar nuestra individualidad y el sentido real de ‘Comunidad’. Para ello, es necesario un cambio de perspectiva que nos lleve a reconocer que el verdadero progreso no puede ser alcanzado a través de la confrontación y la división, sino mediante la cooperación y el diálogo, que los políticos son nuestros servidores y no nuestros líderes, asimismo, que no puedo escogerlo con base a mis valores sino por la propuesta que tienen para un país. Las generaciones jóvenes, que hoy parecen estar atrapadas en la dinámica del populismo y el egoísmo, tienen en sus manos el poder de transformar este escenario, pero para hacerlo, deben reconocer que el verdadero cambio no viene de la imposición estatal ni de la adhesión ciega a discursos, sino de la capacidad de los individuos para actuar en solidaridad por decisión propia y procurar más que la igualdad, la equidad en cuanto a oportunidades.


Las últimas generaciones, nosotros los jóvenes, tenemos la oportunidad de liderar este cambio. Aunque el panorama actual parece desalentador – incluso desconsolador –, todavía es posible revertir esta tendencia de deshumanización y egoísmo. Para ello, es necesario un compromiso genuino con los valores de solidaridad, responsabilidad y cooperación. Al rechazar el sensacionalismo y el individualismo sin perspectiva, las nuevas generaciones pueden recuperar el sentido de comunidad que es esencial para la realización plena del ser humano. Esta transformación no será inmediata ni fácil, pero es un esfuerzo necesario si queremos construir un futuro en el que la humanidad, en su sentido más pleno, pueda prosperar. Solo a través de este compromiso con el bien común podremos superar la fragmentación actual y avanzar hacia una sociedad más justa, más humana y solidaria.


A pesar de ser una responsabilidad muy grande, con el inicio de la aceptación que los jóvenes tenemos la oportunidad de liderar la transformación de nuestro mundo, pues en cita de grandes personas y agentes de cambio, todos estos problemas actuales son humanos, y pueden ser resueltos por humanos, pues si algo nos ha enseñado la razón y el espíritu a través de los años es que, siempre hay solución, aún cuando todo parezca perdido, los jóvenes tenemos la obligación de levantar la voz y decir basta de los egos de mediocres y cobardes, egos de simplistas y egos de minorías así como de nulidades engreídas, puesto que este cambio humano y real, iniciará pronto y crearemos una nueva agenda.

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